Nunca pensé que algo así podría pasarme. Siempre fui una madre dedicada, entregada a mi hija, apoyándola en todo. Desde que era pequeña, hice todo lo posible por ser su ejemplo, su refugio, su mejor amiga. Pero jamás imaginé que el destino me pondría en una situación tan cruel, tan prohibida… enamorarme del novio de mi propia hija.
Todo comenzó de manera inocente. Cuando Valeria presentó a Andrés, su novio, lo vi como cualquier madre vería a la pareja de su hija: con curiosidad y cierto escepticismo. No quería que nadie le hiciera daño, así que lo observé con atención, analizando cada gesto, cada palabra.

Andrés era encantador. Educado, atento y con una madurez que me sorprendía para su edad. Con el tiempo, comenzó a frecuentar nuestra casa más seguido. Nos sentábamos a conversar mientras esperábamos a Valeria, compartíamos charlas sobre libros, música y la vida en general. Me hacía reír, me hacía sentir escuchada de una manera que no sentía desde hacía años.
Lo que al principio fue una simpatía natural, poco a poco se convirtió en algo más. Me sorprendí a mí misma pensando en él más de la cuenta, fijándome en detalles insignificantes, en cómo su mirada se iluminaba cuando hablaba de sus sueños o cómo su risa resonaba en la casa. Intenté ignorarlo, intenté convencerme de que solo era una ilusión absurda, pero mi corazón comenzó a traicionarme.
No fue hasta una noche, en una reunión familiar, que me di cuenta de que no era solo una locura mía. Mientras Valeria hablaba con sus amigas, Andrés y yo nos quedamos solos en la cocina. Hubo un silencio extraño, una tensión que nunca había sentido antes. Me miró de una manera distinta, con una intensidad que me dejó sin aliento.
—A veces siento que puedo hablar más contigo que con cualquier otra persona —dijo, con una honestidad que me desarmó.
Mi mente gritaba que eso estaba mal, que debía alejarme, pero mi corazón latía desbocado. No pasó nada físico, pero en esa mirada supe que lo que sentíamos no era solo una confusión.
Esa noche no pude dormir. Me odié por sentir lo que sentía. No podía traicionar a mi hija, no podía permitirme algo tan impensable. Al día siguiente, decidí marcar distancia. Andrés lo notó, pero no dijo nada. Solo hubo una tristeza en su mirada que dolió más de lo que debía.
El amor es impredecible, cruel a veces. Pero hay líneas que no deben cruzarse, y yo elegí no cruzarla. Porque, por más fuerte que fuera lo que sentía, mi amor por mi hija era más grande. Así que enterré aquel sentimiento en lo más profundo de mi alma, con la certeza de que había hecho lo correcto… aunque en el fondo, mi corazón nunca lo superara.