Rosa siempre había sido una mujer trabajadora. Desde joven aprendió que la vida no era fácil y que, si quería salir adelante, tendría que esforzarse el doble. Cuando consiguió empleo en la casa de los Montenegro, pensó que, aunque el trabajo sería duro, al menos le aseguraría un sustento para su familia. Lo que nunca imaginó era que su patrón, Don Esteban Montenegro, convertiría su vida en un verdadero infierno.
Desde el primer día, Esteban dejó claro que él era el amo y señor de la casa. Exigente, arrogante y con un temperamento imposible, trataba a Rosa como si fuera un objeto desechable. Nada de lo que hacía estaba bien para él: si limpiaba la sala, encontraba un error; si servía la comida, siempre estaba fría o caliente de más; si terminaba su jornada, encontraba excusas para retenerla más tiempo.
—Eres lenta, torpe y parece que no aprendes nunca —le decía con desprecio.

Rosa, con la dignidad que aún le quedaba, apretaba los dientes y aguantaba. Necesitaba el dinero para sus hijos, y renunciar no era una opción. Pero cada día se hacía más difícil soportar los gritos, los insultos y la humillación.
Las demás empleadas de la casa también sufrían, pero nadie se atrevía a enfrentarlo. Sin embargo, Rosa tenía un espíritu fuerte. Aunque al principio intentó ignorar las injusticias, llegó un momento en que no pudo más.
Todo cambió cuando un día, mientras limpiaba el estudio de Esteban, encontró unos documentos importantes en el suelo. Al intentar ordenarlos, él entró furioso.
—¿Quién te dio permiso para tocar mis cosas? —gritó, acercándose con furia.
—Solo estaba ordenando, señor —respondió Rosa, tratando de mantener la calma.
Pero esa vez fue diferente. Esteban levantó la mano, y aunque no llegó a golpearla, su gesto fue suficiente para que Rosa entendiera que no podía seguir soportando más abusos.
Con el corazón acelerado, tomó aire y dijo con firmeza:
—No permitiré que me trate así nunca más.
La valentía en su voz sorprendió al propio Esteban, quien, por primera vez, no supo qué decir. Rosa, sin esperar respuesta, se quitó el delantal, dejó las llaves de la casa sobre la mesa y salió con la frente en alto.
Esa noche, al llegar a casa, aunque su futuro era incierto, sintió algo que no había sentido en mucho tiempo: libertad. Porque entendió que, por mucho que necesitara el trabajo, su dignidad y su paz valían mucho más.