Siempre confié en mi esposo. Durante años construimos una vida juntos, enfrentando altibajos como cualquier matrimonio. Y si había alguien en quien también confiaba ciegamente, era en mi comadre, Ana. Ella no solo era mi mejor amiga, sino la madrina de mi hija, mi confidente, mi hermana elegida. Nunca, ni en mis peores pesadillas, imaginé que ellos me traicionarían juntos.

Todo comenzó con pequeños detalles que en su momento no quise ver. Miradas fugaces entre ellos, mensajes que mi esposo recibía y borraba de inmediato, excusas para salir de casa sin explicación clara. Pero yo confiaba en ambos, así que ignoré las señales.
Hasta que un día, la intuición se convirtió en certeza.
Fue un mensaje accidental lo que lo delató. Una noche, mientras él dormía, su teléfono vibró. No soy de revisar su celular, pero algo me dijo que lo hiciera. Y ahí estaba: un mensaje de Ana. “Te extraño, amor. No puedo esperar para verte mañana.”
El mundo se me vino abajo. Sentí que el aire me faltaba, que el corazón me latía en los oídos. Leí y releí ese mensaje, esperando haber entendido mal, pero la verdad era clara.
No confronté a mi esposo de inmediato. Primero, necesitaba ver hasta dónde llegaba su mentira. Fingí que todo estaba bien, pero empecé a observar con otros ojos. Vi cómo se sonreían cuando pensaban que yo no miraba, cómo encontraba excusas para ir a su casa, cómo ella evitaba mi mirada cuando nos veíamos.
El golpe final llegó cuando decidí seguirlo. Él dijo que saldría con unos amigos, pero en lugar de ir al bar donde supuestamente estarían, se dirigió a un hotel. Esperé unos minutos y, como lo temía, Ana llegó poco después.
Mi sangre hirvió. La rabia y el dolor se mezclaron en mi pecho. No iba a quedarme de brazos cruzados.
Esperé a que entraran y, con el corazón roto pero la cabeza fría, les mandé un mensaje: una foto de ellos entrando juntos al hotel, seguida de un simple “Ya sé todo.”
No esperé respuesta. Me fui a casa, empaqué sus cosas y, cuando llegó más tarde, con la cara pálida y los ojos llenos de miedo, ya no quedaba nada que decir.
—No hay vuelta atrás —le dije con la voz firme, aunque por dentro estaba destrozada—. Vete con ella, porque aquí no te quiero ver nunca más.
No lloré frente a él. No le di el gusto de ver cuánto me había herido. Porque si algo aprendí de esta traición, es que quien juega con fuego, tarde o temprano, se quema. Y él había perdido a la única persona que lo había amado de verdad.